Bonitos trofeos. Codiciados premios. Plazas en juego. El prestigio del triunfo. La emoción de la victoria. Mejorar. Evolucionar. Crecer. Sumar. Superar.
El mejor reconocimiento que podemos llevarnos al finalizar una competición no nos lo entrega nadie, ni el organizador, representado en un trofeo, ni los asistentes con una ovación. El mayor premio vive, viene con nosotros y nos acompaña cuando todo acaba y ningún otro mérito tiene mayor valor.
Puede parecer difícil conjugar el calor de la amistad, forjada a base de afición y vivencias comunes, con la exigencia de la batalla, que, con el crecimiento de los grupos dedicados a actividades competitivas, se hace cada vez mayor y más voraz. Con aquélla, los tableros son susceptibles de llegar a convertirse en sangrientos campos repletos de víctimas, los atriles en despiadadas armas y la mirada de nuestro compañero de camino en la del verdugo que, desde el bando enemigo, nos dará muerte. Entonces, aquella exigencia, aquella llamada a las armas en nombre de la gloria, podría llegar a ganar también la capacidad de ir matándonos un poco desde dentro.
Si has conseguido jugar otro torneo desde el disfrute y la pasión. Si puedes seguir mirando a tus rivales con la misma mirada cómplice y hermana y, lo que es más importante, a ti mismo frente al espejo sintiéndote orgulloso, sabiéndote vencedor sobre las trampas y obstáculos que la competitividad (que lúdicamente buscamos y asumimos) interpone ya incluso en nuestro camino vital, has sabido obtener la mejor victoria de este juego. Todos los demás éxitos son efímeros.
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Sumergido en una de esas épocas en las que la profesión se encarga de recordarnos que puede hacerse acreedora del tiempo que creíamos de nuestra propiedad, viéndome vagar a menudo entre las horas extras y el curso que comienza sin dar tregua (y casi hace olvidar las voces de palabras como ocio y hogar), alimentando el espíritu a cucharada de una menestra agridulce, con una base de amor por la profesión amalgamada al cansancio que ésta nos carga a la espalda... lleno mis bolsillos de retazos de sueños, que, como caramelos, mantienen las papilas de mi alma adulzoradas a lo largo del día y, mientras demuestro que quiero mantener bien engrasada esa máquina llamada profesionalidad, siento fluir en mi sangre esa glucosa, recuerdo que volveré a salir a la superficie, a tomar aliento, tan pronto sea posible, porque esos sueños que me mantienen vivo continúan ahí, creciendo, bien guardados en el cajón del que los sacaré a la primera oportunidad, para soplar el polvo que ahora los arropa, abrir sus páginas y volver a estampar con sus letras mi alma y ofrecerlos, tan ansiosos de engendrar nuevos sueños, pólenes de otras almas y de tiempos más serenos.
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Quiero la victoria.
Quiero plantarme frente a ti, el tablero desierto como un campo que, yermo, espera la batalla y tu sangre sobre él. Quiero desearte suerte con gallardo respeto, con solemnidad tal que en esta ceremonia en que estrechamos manos, las mías transmitan casi deífica veneración. Henchido, tú serás tu propio dios caído tras la lucha. Comeré de tu cuerpo cuando mueras y toda tu valía cargaré en mi bagaje. Tu espíritu quedará conmigo. Y nunca más podrás batallar frente a mí sin sentir que cada encuentro es una nueva vida que se te concedió, resurrección de un ciclo en el que, una y otra vez, te daré la muerte.
Quiero plantarme frente a ti, el tablero desierto como un campo que, yermo, espera la batalla y tu sangre sobre él. Quiero desearte suerte con gallardo respeto, con solemnidad tal que en esta ceremonia en que estrechamos manos, las mías transmitan casi deífica veneración. Henchido, tú serás tu propio dios caído tras la lucha. Comeré de tu cuerpo cuando mueras y toda tu valía cargaré en mi bagaje. Tu espíritu quedará conmigo. Y nunca más podrás batallar frente a mí sin sentir que cada encuentro es una nueva vida que se te concedió, resurrección de un ciclo en el que, una y otra vez, te daré la muerte.
Yo soy la ambición
Parar Gran Taxi Vacío
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