lunes, 12 de marzo de 2012

Mágico patio de un colegio cualquiera

Éramos felices en aquel patio. Durante ocho años fuimos muy felices allí. 



No era una escuela modélica. Sí lo fue en sus innovadores métodos educativos, convertida en abanderada de la integración escolar de los ochenta, y lo fue de una forma desmesurada, enorme, gracias a la impenitente voluntad y vocación del maravilloso grupo de profesionales que pretendieron, en aquellos años, demostrar que la verdadera educación se situaba mucho más allá de los libros y la pizarra. Y buena parte de culpa de aquella férrea implicación la tenía que el perfil del alumnado no era precisamente el de una escuela modélica. Algunas decenas de historias familiares eran realmente estremecedoras. Otras, la que más y la que menos, sin llegar a tanto, hacían también sus pinitos rayando lo indecente, lo doloroso o, en general, lo reprochable o lo admirable, según se viera. Fuimos felices en aquella escuela y muy felices en las miles de horas pasadas en aquel patio.



En los inviernos, con el frío y la lluvia, los cinco porches que daban a las clases bajas se atestaban de niños improvisando juegos que pudieran jugarse en reducido espacio, los pasillos se llenaban de serrín y los maestros se saturaban de adicionales preocupaciones tratando de controlar a aquella marabunta que, cuando los porches colgaban el cartel de "no hay billetes", jugaba y gamberreaba en pasillos, escaleras, baños y aulas.

El verano y los amables y benévolos primavera y otoño de un colegio sureño, con su privilegiado clima, eran la excusa perfecta para disfrutar nueve meses al año de la magia de un patio de un colegio cualquiera, en una infancia cualquiera que con sencillos juegos nos lo daba todo. Eran otros tiempos y era probablemente mucho más fácil ser feliz.

En la fuente de agua, construida en forma de enorme pilón, con dos filas de grifos dispuestas a ambos lados de un muro de ladrillo rojo, se amontonaban los chiquillos para calmar la sed de tanto juego. Era junto a una explanada de cemento ubicada ante los despachos, y justo bajo una enorme y fresca morera blanca que hacía nuestras delicias, porque daba cobijo a los gusanos de seda que todos criábamos en cajas de zapatos y en primavera daba la mora blanca que, en cuanto comenzaba a rosear, era la fresca golosina de la que nos atiborrábamos después de la comida, antes de las clases de la tarde.


En el pie de la fuente nacía el largo camino de cemento que llevaba a la entrada de vehículos, sobre el que inventábamos juegos basados en distintas modalidades de carrera. A la derecha del camino, entre éste y la valla, una bóveda de plátanos de sombra, con sus curiosos frutos, eran el paraje idóneo, por su frescura, para tomar resuello entre carreras y otros juegos, o para jugar a la trompa o a las canicas, porque era uno de los pocos sitios de aquel enorme patio que quedaba libre de piedras, con un suelo arcilloso muy compactado, ideal para fabricar el hoyo o dibujar el círculo que eran como las casas de bolas y peonzas.


Frente a los porches, al otro lado del camino y rodeada de una generosa superficie empedrada, la vieja pista  deportiva era la preferida, porque por su tamaño daba para que decenas de chavales entrecruzaran juegos, balones de futbito y baloncesto con combas, elásticos, peonzas, cromos... todo cabía en ella. Al final de la pista, los vestuarios y tras éstos la casa del conserje, el señor del silbato, el marido y el padre de las cocineras, el hombre que, en las horas del mediodía, te servía gominolas, dulces y polos desde el otro lado de su ventana, para saciar de azúcar aquellos sucios estómagos, dejar rojas, verdes o azules aquellas tiernas lenguas y tirar por tierra toda la educación alimenticia que el colegio trataba de impartir. Aquel pequeño ventanuco que daba a una vivienda que era un quiosco era como una puerta al paraíso.




Frente a la casa, a una buena distancia de ésta y cercano a comedor y biblioteca, había un pequeño huerto que el profesor de música había levantado con sus propias manos y que servía además de actividad complementaria, para desespero del hombre y útil formación de aquellos críos. Más allá de los lindes de aquel huerto estaba el patio nuevo, un terreno probablemente adquirido por el colegio poco antes del ingreso en el mismo de aquella generación de privilegiados de la cual yo formaba parte. Porque aquel vasto, árido y empinado terreno fue, en el tiempo en el que poco a poco se fue llenando de nuevas instalaciones, un planeta distinto, otra atmósfera en la que improvisar mil juegos de otro tipo o inventar perrerías con pobres saltamontes y escarabajos, mártires de la causa en nuestras primeras lecciones de anatomía autodidacta.




Sin embargo, lo más maravilloso de aquel mágico patio no existía todavía, porque habría de nacer de nuestras manos y formar parte de nuestras propias vidas, recordando el paso de aquella generación por esa escuela. Debió ser en segundo o en tercero cuando, para dar algo de vida a aquel terreno yermo, plantamos unos pinos, aún retoños, junto a la valla que daba a aquella solitaria carretera periférica. A lo largo de los años, aquellos pinos nos decían, a menudo sin escucharlo nosotros, que crecíamos y que algún día abandonaríamos aquella escuela y aquel patio, y que ellos seguirían añadiendo anillos a su tronco, mientras nosotros seguiríamos construyendo, con mayor o menor fortuna, nuestras vidas. Aquellos pinos simbolizan todo lo que cada uno de los integrantes de aquella privilegiada generación fuimos, dejamos en ese patio y aún hoy seguimos siendo en esta vida.


Más allá de esos pinos quedaba la nueva pista deportiva y, a la izquierda, el parvulario que, en el transcurso de algunos años, se fue construyendo para terminar acogiendo a otros que, como nosotros, espero, habrán sido felices en aquel patio, esta vez desde su más tierna infancia. Al otro lado de la última valla no había nada. Un terreno desértico que llevaba a un pequeño cabezo, alguna vez visitado en alguna excursión, que era como la nada y fuera tal vez el futuro no escrito de cada uno de nosotros, más allá de aquella época inolvidable.





Los pinos siguen sumando anillos y hoy, irrumpiendo en la cotidianeidad de quien ahora escribe estas líneas con lágrimas en los ojos, el Scrabble se transforma en aquel mágico patio de un colegio cualquiera, en el que poder jugar a ser feliz como un niño. Eso es todo lo que me dio aquel patio y eso es todo lo que me da este juego. En esos momentos, más allá de la valla que los delimita no hay nada.

Parar Gran Taxi Vacío

Con el mayor de mis agradecimientos al CEIP La Asomada y al extraordinario equipo humano que compartió conmigo aquellos años.

2 comentarios:

  1. No sabes la ilusión con la que se ha acogido tu relato entre todas las personas que, de un modo u otro, el CEIP La Asomada ha formado parte de nuestras vidas. Enhorabuena.

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  2. Mil gracias. Aunque leído con cierto retraso, tu comentario no hace más que recordarme aquella magia y la magia que sé que aquel patio, aquel colegio y ese grupo de enormes profesionales sigue instalando en las vidas de tantos niños.

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