jueves, 3 de noviembre de 2011

El último estante

Era extraño lugar aquél, de extrañas gentes. Un país sin nombre ni frontera pero tan distinto a todos los demás, incluso al más limítrofe (si esta expresión fuera válida para el aledaño a un país sin fronteras), con gente tan distinta también, no en apariencia (pues ésta engaña tanto que, a menudo, puede ocultar incluso lo contrario de lo que apunta), sino en un nosesabequé que tenía mucho que ver con la óptica (aunque muy poco con lentes u optometría). Todo allí se veía desde una perspectiva anormalmente ajena, con una lógica aplastantemente ilógica (siempre desde los cánones que nos marca, por supuesto, lo conocido, lo cercano, lo propio).

Entré en aquel colmado, ahora ya no recuerdo exactamente a qué. Quería comprar algo, pero debió ser probablemente el cartel de la entrada al comercio (que se limitaba a una enorme "C" pintada a brochazo rojo sobre el cristal de la ventana de acceso, desde la que inferí que se trataba de un colmado) el que me indujo, debido al enorme esfuerzo de inferencia y hasta adivinación realizado, a olvidar el motivo de mi visita, el objeto de mi compra.

Tras el mostrador, con esa mirada de aire indolente tan común en las gentes de aquellas tierras, y como enmarcada por una enorme fila de anaqueles en los que ninguna etiqueta identificativa contenía otra cosa que iniciales, me esperaba la dependienta (o, tal vez, la "D", quien parecía detenida en el tiempo esperando el momento en que yo entrara en el negocio, aún no se sabía a qué). No supe qué decir. La parquedad verbal , que ya comenzaba a penetrar mis huesos a esas alturas de mi estancia allí, empezaba a dejar de extrañarme. Así que, por un momento, sentí que tal vez no se trataba de no saber qué decir, sino de no tener qué decir o, simplemente, de no querer qué decir. La dependienta pestañeó. Creo que fue la primera vez que lo hizo desde que entré en la tienda, hacía ya minutos (o tal vez fueron años, o quizás siglos), y su pestañeo sonó como el del segundero de un reloj y el sonido se mantuvo reverberando entre los anaqueles por no se sabe cuánto. Como había olvidado el motivo de mi visita, comencé a ojear los estantes, por ver si de ese modo conseguía sacudir de mi piel ese tedio de efecto narcótico en que se convertía el tiempo en este lugar. "Sus habitantes deben tener un mundo interior muy divertido", pensé; "si no, no se entiende". No sé cuánto tiempo estuve escrutando estantes, pero sé que no sufría porque la dependienta fuera a pedirme premura.

Sin dar con el objeto de mi compra (o al menos con un indicio de cuál pudiera ser), llamó poderosamente mi atención el hecho de que todo el muro tras el mostrador era un corrido de tres anaqueles que parecía no tener fin, ni a uno ni a otro lado. ¡Cómo habrían hecho para conseguir meter aquella tienda infinita en el alma de una fachada tan pequeña! Y, lo que me pareció más fascinante aún: ¡cómo se habrían organizado para acometer tamaña gesta (sin duda no fue labor de una sola persona) con la absoluta falta de comunicación reinante allí! Todo en aquél incomprensible país era, más allá de sorprendentemente tedioso, sencillamente sorprendente. En los estantes infinitos, acerté al menos a encontrar un patrón lógico que respondió a las premisas de mi propia lógica (la común, la normal, la de los habitantes de todos los países con frontera y nombre), sin llamar de ella su atención (quizás por eso la llamó más aún): en el estante inferior, todos los objetos a la venta estaban identificados con una etiqueta con dos letras, la primera (que probablemente se refería al nombre de cada artículo) era variable, mientras que la segunda era siempre una "P"; en el estante intermedio podían encontrarse exactamente los mismos artículos, correctamente alineados respecto a sus iguales en la fila inferior, pero con un tamaño proporcional y considerablemente superior, estando todos identifcados de igual forma que antes, pero, donde en las etiquetas de la fila inferior había una "P", había ahora una "M"; en el tercer estante, completamente vacío de género, sólo había etiquetas, perfectamente alineadas respecto a las de los estantes inferiores, pero rezando únicamente, todas y cada una de ellas, "G". Al fin una lógica aplastante en aquel maldito lugar perdido en el espacio, en el tiempo, en el habla: ¡un estante para cada talla!

Me quise apresurar a preguntar a la dependienta (en tanto que no daba con el objeto de mi compra y que en ese tedioso paréntesis de mi vida no encontraba mejor quehacer en ese momento) por qué no disponía de un solo artículo de talla grande. Salvé mi tentación, ya que pensé que, si en aquel lugar me apresuraba a hacer algo (más aún, si me apresuraba a verbalizar), quizás eones más tarde vendría a la carrera un guardia a confinarme para la eternidad en una prisión con muros hechos de eco y encadenado a un reloj de pulsera, así que no quise tentar a mi suerte. Esperé al siguiente parpadeo de la tendera, como dándole tiempo a coger aire para poder asimilar mis próximas palabras. La reverberación del parpadeo se hizo esta vez insostenible en mis más profundas fibras de percepción temporal (si es que lo que en nosotros controla ésta son aquéllas). Y, como dirigiéndome a un extranjero que nos pregunta, en algo que se supone que es nuestro idioma, por una dirección, mastiqué aire y tiempo en cada una de mis sílabas, para decir (no sin antes pensar que la respuesta podría llegar a ser estrafalariamente extraña): "¿Qué-ha-o-cu-rri-do-con-los-ar-tí-cu-los-gran-des?". ¡Ojalá jamás hubiera pronunciado esa ristra de sílabas!

Los mismos ojos que antes habían demostrado un par de veces poder hacer lo mismo que otros ojos normales (parpadear en lo que dura un parpadeo, al ritmo de los habitantes de países sin nombre o linde, eso sí), me infundieron el terror más infinito que haya atravesado jamás todas mis fibras. Se abrieron asustados, como desplegando toda el alma de la persona ante mí parada, como destapando la caja de miedos que su ser era en ese momento, como a punto de proferir munchiano grito, como al borde de estallar en un big bang que contuviera toda la inmensa cantidad de energía contenida (por desusada) en las almas de todos los habitantes de esa tierra. En instintivo gesto que duró, probablemente, al menos, varios lustros, encorvé y giré a un lado mi figura, cruzando ambos brazos ante mi rostro, como disponiéndome a absorber la energía de un millón de bombas nucleares y de la metralla de todas las guerras y batallas libradas en nombre de no se sabe qué o quién, en nuestro lógico mundo de países con fronteras, nombres y cicatrices.

No hubo explosión, relámpagos o víctimas. No hubo sangre ni monumento a los caídos. No hubo documento gráfico, ni huellas en el suelo, ni marca en la memoria, ni un bardo lo inmortalizó en su lira. Simplemente ocurrió. La persona que allí hubo ante mí (si alguna vez la hubo) implosionó esfumándose tras una breve, brevísima nube de humo con forma de coliflor, tras un sonido que podría parecer pretender ser el de una implosión, pero que sólo consiguió sonar como el de una inicial, quizá una "I".

Una vez conseguí calmarme (lo que no sé si sucedió en algún momento contenido en aquella inolvidable experiencia o sucedió mañana), simplemente di media vuelta y marché por la misma ventana por la que entré, desandando el mismo polvoriento camino que anduve, queriendo atravesar la misma frontera que nunca atravesé, hasta llegar a hoy, a aquí y a ahora, donde las cosas tienen nombre, límite e impronta.

Jamás sabré qué ocurrió, ni si la suerte que la dependienta corrió constituyó hecho trágico, maravilloso o tal vez habitual. Jamás sabré cuánto, ni cuándo, ni dónde estuve, ni si sabría volver, ni si querría, ni si estuve. Jamás sabré que no había respuesta a mi pregunta, porque no había un estante para las cosas grandes. Jamás sabré que en aquel país (quizás sólo en aquella región, quizás sólo en aquel colmado, quizás sólo en aquellos anaqueles) las etiquetas con la marca "P" podían interpretarse como "P", aquéllas con la marca "M" podían interpretarse como "M" y, evidentemente, en el tercer estante, el de la "G", se agradecía al cliente su visita. Jamás sabré que lo que no está planificado, lo incontenible, lo impensable, lo imposible, no tiene ni tendría jamás cabida, ni sabré que, de darse, sólo de proponerse, produciría el fin, terrible fin como en una hecatombe nuclear, de todo lo conocido, lo probable, lo tangible, lo cercano, lo propio. Jamás sabré tampoco que un extranjero puede venir un día a romper esa paz de nuestro tedioso mundo conocido.

Parar Gran Taxi Vacío.

2 comentarios:

  1. Me quedo intrigada... para cuándo la continuación?

    Besos,

    Teresa

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  2. Jeje... buena señal que quedes intrigada! :)

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